Murió Maradona, el más argentino de los superhéroes

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El dios de los argentinos murió, finalmente, al modo humano: su castigado corazón se cansó de andar y en ese instante, el eje del mundo se corrió un poquito.

Apuesto a que canchas, canchitas, potreros y hasta los empinados estadios del planeta -todo aquel lugar donde Diego paseó su figura para consumar su magia con obedientes pelotas de todo tipo, color, material y tamaño- habrán iniciado su silencioso responso.

Pero todos sabemos que Diego fue mucho más que el mejor futbolista de todos los tiempos. Su volcánica y contradictoria personalidad excedió el mundo del fútbol.

¿Cuántos Diegos hubo?

Todos los que pueda haber entre la cuna y la tumba. De Fiorito, a Dubai. De Punta del Este, a Cuba. Del Che en su brazo tatuado y Fidel, hasta Carlos Menem y sus campañas contra la droga. Hasta ese maldito dia que la enfermera lo fue a buscar al centro de la cancha para sacarlo ominosamente del último mundial que podía jugar.

Por eso, se hace necesario volver a ver, a imaginar a aquel Maradona que nos hizo tan felices. A ese malabarista que iba de cero a cien en segundos, como una Ferrari. A aquél que parecía un esquiador haciendo slalom sobre el verde césped, esquivando a los leñadores más famosos del planeta Tierra. Aquél que en la cancha era más lujoso que un modelo de Gucci o de Armani o que un Rolls Royce.

Y porque Maradona dejó de jugar en los 90. Muchos chicos y jóvenes ni habían nacido, no tienen registro emocional en la piel de las sensaciones que despertó Diego en todo el mundo. Pero, bueno, nosotros, los argentinos, lo pusimos en el altar del mito viviente.

Es necesario mostrar, o imaginar, la película en nuestra mente una vez más: ese juego hechizante que solo él entendía porque jugaba a otra cosa. Verlo era como ir a ver una exposición de cuadros.

El lugar común nos lleva a decir que él fue su propio enemigo, pero aún cuando algo de cierto hay, eso no nos impide recordar a aquél que nació con el temple de los guerreros y que supo desde muy chiquito, allí en el barro de Fiorito y arropado solo por la pobreza, dónde lo llevaría ese don que le había sido concedido. ¿O no recuerdan cuando dijo, con seis años, que quería ser campeón del mundo con la selección?

En la cancha, su cuerpo fue el templo del atleta -un Adonis perfecto- fuera de ella, fue el templo de su perdición. Igual, a Maradona lo quisimos tanto, tanto… De una manera casi enfermiza y obsesiva.

Porque Maradona no es un asiento contable, esos prolijos espacios donde por un lado están las cosas buenas (sus shows de magia en las canchas) y por el otro, las malas: hijos negados, fiestas, drogas, alcohol, vínculos políticos con personajes impresentables que solo querían aprovechar su figura, su fama.

Los argentinos probamos de cortar ese amor a veces contrariado o seguir con él de mil maneras. Y no hubo caso: pesa mucho más lo que dio por la camiseta, los goles a los ingleses, aquel tobillo hinchado, las puteadas a los italianos que silbaron nuestro himno y la genialidad que hizo para ganarles un partido imposible a los brasileños.

La vida de Diego fue una película. De hecho, se hicieron varias. Llegó a ser la persona mas famosa del mundo. Rodeó su vida de extravagancias. Desde su casamiento en el Luna Park y sus amores turbulentos hasta sus peligrosas trasnochadas en Nápoles junto a miembros de La Camorra y sus históricas peleas con los mandamases del fútbol. Hasta fue su propio entrevistador en un programa de televisión.

Adios, Diego.

Adiós a tus ocurrencias.

Adiós a tus irreverencias.

Rendidos a tus pies te decimos: ¡Gracias por habernos hecho muy felices! Ahora, todo el planeta, como un gran esférico que vaga desconsolado a través del universo, te está llorando.

Diego es nuestro

Con sus defectos y virtudes, es el más argentino de los superhéroes. Cayó el telón a las 12 y ni las once ambulancias que se reunieron frente a su casa pudieron devolverle los signos vitales. Las capillas ardientes empezaron a crecer con las noticias: en Fiorito, en La Boca, en el Obelisco, en La Paternal.

Finalmente, es cierto: nuestro Dios ha muerto. Ahora, empezó nuestro mal de ausencia. O tal vez, no. Si miramos al cielo por las noches y elegimos una estrella con su nombre, él seguirá siempre con nosotros.

Que sea la más brillante, claro.

Por Mario Markic – Para TN