Es de Deseado y trabajó en uno de los mejores restaurantes del mundo

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La pastelera Ana Vedia tuvo que recorrer un largo camino para poder dedicarse a la gastronomía. Casi de casualidad encontró la fórmula para su singular emprendimiento. Hoy hace en la cocina de su casa unos alfajores que son un éxito. El camino a los sueños suele ser largo y sinuoso. Aunque, también, algunas veces, dulce. Con eso se entusiasma Ana Paula Vedia en la cocina de su casa de La Plata, mientras tiene sus dos batidoras a full amasando tapas para alfajores. Los alfajores son, como las miguitas que Hansel y Gretel dejaban para volver al hogar, lo que Ana va sembrando para llegar al suyo: el restaurante de pastas con el que sueña desde siempre.

Hoy hay muchos emprendedores y emprendedoras haciendo alfajores. Es que nuestro dulce típico vive un gran momento, incluso con un campeonato mundial que este año se organizó por segunda vez.

Pero en este contexto, la historia de Vedia, cocinera y pastelera profesional, es singular. Ella hace alfajores después de haber trabajado en uno de los mejores restaurantes de todo el mundo. Los vende por el boca a boca. Y cada semana agota más de 350 alfajores.

Ana volvió en febrero de haber pasado un año en una pasantía en Martín Beresategui, el restaurante del País Vasco que lleva el nombre de su chef, el cocinero español que tiene más estrellas Michelin y uno de los tres más estrellados en el mundo (12 estrellas).

Lo primero que hizo cuando regresó fue sacar una esas batidoras y prepararse alfajores marplatenses. Necesitaba “ese” sabor de la Argentina después de tanto tiempo fuera de casa. Lo que no se imaginaba entonces era lo que esos alfajores iban a significar.

De la ingeniería a la cocina

Vedia tiene 38 años. Repetirá más de una vez que lo mejor que puede hacer alguien que quiera dedicarse a la gastronomía es empezar de chico. Ella no pudo. Aunque siempre, desde que era una nena, supo que la cocina era su pasión.

Pero no había dinero. “La gastronomía fue y sigue siendo una carrera cara para estudiar”, apunta la pastelera que nació en Comodoro Rivadavia, pero viajó por varias ciudades por el trabajo de su papá en el Automóvil Club Argentino. Cuando sus padres se separaron, ella se afincó en Puerto Deseado por el trabajo de su mamá, la primera enfermera con título universitario de Santa Cruz. “Vi el esfuerzo de mi mamá, que hacía seis kilómetros de ida y de vuelta para poder ir a la universidad”, recuerda Ana.

Cuando terminó la secundaria, Ana se fue a vivir a La Plata, donde se había radicado su papá. Hace más de 20 años, la oferta para estudiar cocina era escasa, costosa y centralizada en Buenos Aires. Ella, que siempre había sido buena para la matemática y la física, se convenció de que quería ser ingeniera química y se anotó en la Universidad Nacional de La Plata. Llegó a cursar hasta cuarto año. Dice que fue una tortura.

“Mi hermana también vivía en La Plata y estudiaba Odontología. Somos cinco hermanos. Mi mamá nos compraba un par de zapatillas a uno un mes, al otro el otro. Nos autogestionamos siempre solitos. Yo desde los 13 vendo tortas, así me pagué el viaje de egresados”, cuenta Ana, que aprendió esas primeras recetas mirando a Osvaldo Gross en El Gourmet y con un libro de Blanca Cotta de su abuela.

Ese esfuerzo de sus padres quería honrar con su estudio. “Los primeros años fueron tristísimos. Yo soy de un pueblo, ¡no hay otro pueblo a mil kilómetros a la redonda! No conocía un ascensor, no sabía lo que era una escalera mecánica”, explica de lo difícil que fue adaptarse a una ciudad grande.

Pero además, la carrera: “La sufrí mal. Trataba de sentarme a estudiar y lloraba de la frustración. Era el rechazo a hacer algo que no tenía ganas de hacer. Ahora, si me decías hay que marchar una pasta frola, contenta”.

La plata no alcanzaba y Ana empezó pronto a trabajar. Primero, dando clases de matemática en un instituto. Después, en el laboratorio de efluentes de una papelera y luego en una curtiembre en Magdalena. Pero como era muy a trasmano, Walther –entonces su novio y hoy su marido—le propuso hacer paradas de planta.

“La parada de planta son las tareas de mantenimiento que se hacen en las plantas de petróleo y se programan de un año a otro. Por ejemplo, se para tal unidad de destilación, se la limpia y se le reemplazan las válvulas. Duran entre 30 y 60 días en los que trabajas muchas horas, pero se pagan muy bien”, detalla.

En esas paradas, empezó a ahorrar. Con un único objetivo: finalmente estudiar gastronomía.

El día llegó en marzo de 2018. Entró a la sede del IAG y sí, otra vez, lloró. Pero esta vez fue de alegría.

Se recibió en diciembre de 2019 y siempre tuvo un norte claro: conseguir una beca en un restaurante importante del exterior. “Como empecé de grande, ¡tenía que hacer mi entrada a lo grande!”, revela su estrategia profesional. En la bolsa de trabajo del IAG había una propuesta en Berastegui. “Sé que no tengo la edad”, le dijo a la encargada de pasantías del instituto. “El no ya lo tenés”, le respondió ella.

La aceptaron. Pero vino la pandemia. Otros dos años de espera, en los que siguió trabajando y trabajando para ahorrar todo el dinero posible porque la pasantía sólo le garantizaba la formación y el alojamiento, no el resto de los gastos en euros. Renunció a la empresa y con la liquidación se compró el ticket aéreo.

“Mi marido siempre me acompañó. Pensamos esto juntos y él me animó a hacer lo gue me haga feliz. El me veía sufrir un montón. Y bueno, el accidente en la ruta en que volví a nacer”, tira Ana.

El accidente fue el 18 de julio de 2013, volviendo de una planta de la papelera en Bahía Blanca. El remis volcó. “Dimos 20.000 tumbos. No se lo deseo a nadie. Pero la saqué regalada”, afirma Ana, que tuvo que hacer mucha terapia para superar el estrés postraumático. El vuelco le hizo replantearse qué hacer con su vida. Pasaron casi 10 años hasta que se subió a ese avión. De las 3 estrellas a los alfajores

La experiencia en Berasategui fue espectacular, pero que “el nivel de una cocina de 3 estrellas Michelin es tan tremendo como se cree. La presión de cumplir con tu trabajo asignado, de hacerlo bien… un movimiento en falso era terrible”. A los dos meses, el jefe de recursos humanos la llamó a su oficina. “¿Qué macana me mandé?”, pensó ella. Pero era una muy buena noticia: le habían otorgado la beca, el pago que muy rara vez recibe un cocinero que no es europeo.

“Lo mejor que me traje fue el reconocimiento: que Martín Berasategui y Oneka (N.d.R., su esposa y jefa de sala) saben quién soy yo, lo bien que laburé y que soy de Argentina. Pero volver fue una cachetada de realidad. Acá no había un Berasategui que supiera mi nombre y yo era una más”, relata.

Empezó a tirar CV’s por todas partes y la llamaron de dos de los restaurantes de mayor prestigio de Argentina. En Aramburu, al primer día ya estaba despachando platos: “La cocina de Gonzalo (Aramburu) es increíble y me sentí muy bien, pero viví las complicaciones de que Dios está en todas partes y trabaja en Capital. Salía a las dos de la mañana y no tenía colectivo para volverme ni podía dejar sin auto a mi marido ni pedirle que hiciera más esfuerzos”.

“Trabajé también en Don Julio, que es otro lugar maravilloso para aprender. Tenía un horario diario, pero en la primera semana ningún día pude volver según lo planeado: paro de subte, paro de colectivos, piquetes. Eran 15 horas fuera de mi casa”, relata Ana, y ahí retoma la experiencia que le dejó el accidente: priorizarse.

Buscó trabajo en La Plata e hizo varias entrevistas, “pero todos estaban espantados con mi CV. Estaba sobre calificada, me empezó a jugar en contra”. En esa crisis, encontró la respuesta en sus alfajores: “Los que los probaban se volvían locos. Todos me decían ‘Es por acá, es por acá’”.

“Me costó. Tener una idea de tu restaurante y lo ves tan lejos, y encontrarte haciendo alfajores. Pero entendí que tiene que ser parte del proceso. El camino para mi restaurante puede ser complejo. Y tener alfajores en el medio”, ríe.

De las primeras diez docenas que hizo con una socia que tenía entonces a las 30 que hace sola ahora, pasaron apenas tres meses. “No hago más porque no tengo más capacidad. Debería tener un local, pero es muy complicado con el tema de los alquileres”, admite.

Hoy, su día a día está tomado por sus alfajores, incluyendo pegar los stickers, repartir personalmente en La Plata y despachar los que van a otras ciudades, y subir videos a su cuenta de Instagram @anavedia. (“Me gusta contar cosas de mi vida y la gente se re engancha”).

“Los alfajores que saco a la venta los agoto”, dice, y cuenta que empieza a tomar pedidos cada lunes. Los más vendidos son los marplatenses glaseados y los de mousse de chocolate. También hace marplatenses clásicos, cordobeses, de arándanos y ganache de chocolate blanco, de chocolate blanco y nuez.

“El secreto de mis alfajores artesanales es que son honestos como yo. No tengo la máquina para templar, pero uso el mejor baño de repostería. Y tienen entre 60 y 75 gramos de dulce de leche por alfajor, cuando en el mercado tienen 40 o menos”, afirma. Sus alfajores son de contundente dulzura: la docena pesa entre 1,270 y 1,350 kilo. Y cuesta unos $ 9.000.

Mientras planea poder dar el paso al local que le permita escalar, Ana sigue delineando en sus sueños el restaurante de pastas. “Hoy me siento feliz. Pero no satisfecha”, dice. Sabe que con determinación, trabajo y paciencia como tuvo hasta ahora, algún día en algún lugar lo va a abrir. Y que seguramente un alfajor habrá entre los postres.

Fuente: Clarín (Por Adriana Santagati)